Domingo, Abril 28, 2024
Columna de Opinión

La ultima oportunidad

Por: David Suazo Guastavino, Vice Presidente PDC Viña del Mar.

En estos días hemos visto -algunos con espantosa alegría y otros con franca tristeza- cómo una organización política que engendró cientos de escenas de justicia social con estabilidad política ha sido capaz de arriesgarse a ser carcomida por dentro, desde sus propios
interiores. Ese es el menesteroso e indignante estado en el que se encuentra el Partido Demócrata Cristiano de Chile. Y, con honesta humildad, me he atrevido a bucear en algunas de las causas de este coma, sin buscar exponer culpas personales ni responsabilidades de lotes
(para quienes no son de la DC, equipos), sino más bien, como un deber ético y político ante la catástrofe de identidad, estrategia y proyección de un partido que logró lo que otros han anhelado, pero no han podido alcanzar: Gobernar con paz en medio de caos. Debo agregar
que, en la justa proporción, todas y todos (me incluyo primero en el listado) somos parte de este problema profundo, ya que este austero análisis intenta abordar la implosión que se avizora y NO las causas externas de esta complicada situación, cuestión que en su dimensión
electoral, política y cultural revisaremos en otra oportunidad. Por último, luego de cada razón dada, planteo una solución posible y verosímil ante la crisis vigente.

  1. Ausencia de UN SOLO PROYECTO entre sus huestes.

    Cada vez que le preguntamos a nuestros amigos o familia cual es su opinión de la DC, la respuesta se repite infinitamente: “ambiguos”, “dos caras”, o –gracias a la cultura popular- “ni chicha ni limoná”. Omití intencionalmente el típico “amarillos” porque ha surgido un grupo que, sin pudor alguno, ha hecho de ese término una tendencia política, abrazando desvergonzadamente la tibieza y neutralidad como una causa por la cual luchar.

    Lo anterior, no debería sorprendernos tanto. Nuestra colectividad ha tenido históricamente dos almas, si es que muchas más. Y no me refiero a equipos,
    sensibilidades o lotes ya que siempre podemos agruparnos con quienes hay afinidad o posturas coyunturales comunes, sino que a una convicción diferente de la visión y de la misión, y su consecuente exteriorización dicotómica. Un partido en donde tienes a fulano creyendo A y a zutano creyendo Z debe examinarse con urgencia, no tan solo por la evidente confusión que se ventila en la comunidad política. Debe hacerlo más
    allá de todo, por su propia supervivencia.

    Los tiempos presentes, aun más con la caída de las ideologías y la primacía de la política de las identidades parecieran no admitir que un órgano que se supone
    unánime, tenga dos versiones. Probablemente, algunos dirán que esto se arrastra desde las décadas de la Falange, mas cuando los “puristas” con Tomic o Jaime Castillo a la cabeza se distinguían de los “populares cristianos” (liderados por Frei, Leighton y Gumucio) lo hacían en base a tesis doctrinarias, con un nítido fervor espiritual-social y con la elocuencia que la honestidad intelectual entrega. Nuestros camaradas fundadores no se anclaban a una corriente filosófica a partir de componendas electorales internas, de liderazgos melifluos, ni de protagonismos
    mediáticos. Al final de la tarde, eran demócratas cristianos sin apellidos.

    La doble faz del partido ha provocado incertidumbre y una baja notable de credibilidad, sumado a la desafección del militante que a ratos no sabe a qué partido pertenece. Algunos predican de la DC entendiéndola como de vanguardia, revolucionaria, atrevida y no neutral y otros, muy por el contrario, hablan de ella como una fuerza política llamada a moderar la balanza, centrista a más no poder, ubicada justo ahí, en el medio de la línea. Este claroscuro debe acabar. Sin embargo, como dije antes, creo que hay una posible salida de este túnel fatigoso y es el VI Congreso Ideológico y Programático que iniciará la DC y que felizmente está liderado por jóvenes. De ese evento, debe emanar el marco en que el partido puede desenvolverse, cuáles son sus verdaderas creencias en base a lo que nos hemos dado como doctrina a lo largo de la historia, pero con la necesaria actualización de conceptos y alcances. En ese importante evento, los y las demócratas cristianos debemos salir con un alma en el cuerpo. Y, una vez definida la línea editorial por la vía democrática y con la mayor participación posible, quienes planteen una tesis distinta, deben abandonar la casa.

    Lo antes dicho puede sonar traumático, pero es sanador. No deben lanzarse al vacío a quienes pierdan en su postura (ni a través de leguleyadas en los tribunales internos ni por medio de la odiosa ocasión que dan la prensa y las redes sociales), sino que con madurez y prudencia, comprender que no somos todos lo mismo y que no creemos en lo mismo. Incluso, es interesante elucubrar una alianza electoral entre estas dos entidades a futuro, como se hacen los pactos en una democracia saludable. Algunos ya han planteado esa idea y es digna de ser analizada. En otras palabras, una escisión pactada, amigable e inteligente.
  2. Necesidad de comprensión del sentido y utilidad del instrumento.

    Tomic decía “nadie es más grande en el partido que el partido mismo”. Esta no es una frase que tenía por propósito modelar un partido omnipotente, alzado en la colina encima de todos y de todo. Lo que busca demostrar esta oración es la consigna que debiera inspirar a quien sea que milita en un partido político: la concepción del partido como un instrumento. Aunque esto parezca contradictorio, no lo es, ya que si logramos dilucidar el sentido de un partido, entenderemos de inmediato su utilidad, su razón de ser, y donde radica su grandeza. Ingresamos a un partido político por motivaciones profundas, así como lo hace quien adscribe a una religión o como quien se inscribe en una agrupación de defensa o promoción de causas. En este caso específico lo hacemos por una motivación política, esto es, de alcanzar el poder. Suena sencillo, pero no lo es tanto cuando reparamos en que hacernos del poder no es una tarea que se logre con facilidad individualmente. No es eficaz buscar el poder en soledad, a menos que seamos unos despóticos o caigamos en el populismo más vil. La política es por excelencia un acto colectivo, un acontecer gregario, una experiencia que debe ser vivida con otros y para otros. Pero además, para hacer de la práctica política un hecho impactante y no inocuo, debemos asegurar que esta tenga un brazo, una herramienta que permita la acción coordinada y que no perdamos de vista la utilidad que esta tiene para conseguir ciertos fines. Entonces, cabe preguntarnos lo siguiente: si queremos mejorar nuestra comunidad política,
    ¿podemos hacerlo solos o solas? La respuesta es no. Por eso optamos voluntariamente por adherir a una vía específica para experimentar la política, asumiendo sus errores, sus caídas y las vicisitudes que enfrentaremos. He aquí el sentido de un partido, una comunión en donde doblegamos nuestros propios instrumentos personales ante aquel instrumento colectivo que nos parece más eficiente para la consecución del poder. Pero, los humanistas cristianos adicionalmente tenemos otra regla de oro, que es el sueño final o –si se quiere- la utopía que nos impulsa en el camino público: El bien común. El bienestar de la comunidad, su realización más plena o lo que Jaime Castillo llamaba “la comunidad de hombres libres”. Aquel paraíso de libertad y justicia, de
    igualdad y hermandad en esta tierra. Ese Reino de Dios en la Tierra que señala Maritain no es posible sin orgánica, no logra su fin sin reglas, sin ritos, sin posiciones.

    En definitiva, sin partido, nuestra misión queda inconclusa. Esta es la utilidad más exquisita del instrumento: mejorar la vida de la comunidad que amamos a través de un dispositivo llamado partido político. Sin embargo, como todo utensilio, cuando pierde efectividad y se oxidan sus piezas, debemos tratarlo. Si nuestros artefactos eléctricos ya no encienden, los llevamos donde un especialista que los repara. Y si nuestro instrumento político (El PDC) ya está agotado, debemos arreglarlo.

    Creo que frente a la hecatombe que atravesamos, es necesaria una catarsis. Decirnos las cosas a la cara, con la mirada fija en el que está al frente nuestro. Sin ambages, sin miedos, desprovistos de toda deshonestidad. Sin embargo, debe ser respetuoso, con el afecto y la confianza que se traduce en la fraternidad. El VI Congreso, en sus etapas preliminares, puede ser la perfecta ocasión para sincerar posturas y confrontar ideas, asumiendo que cada uno y una tenemos trayectorias de vida radicalmente distintas y que nuestras experiencias son únicas e irrepetibles. Aquel – en mi modesta opinión – es el inicio de un camino de salida del pantanoso escenario de las rencillas, las venganzas, los recados por los medios y las incesantes declaraciones públicas que se van desmintiendo entre sí. Un partido político de raíz cristiana tiene que actuar a la altura de la vocación con la que fue llamado. Es esta una tarea de extrema urgencia.
  3. La obligación moral de consecuencia.

    He querido terminar este pequeño aporte al debate interno, asumiendo con franqueza que estamos en estado terminal. Y no lo digo echando mano a las estadísticas electorales ni a los datos cuantitativos. Otros son mejores en esas dimensiones de análisis que yo. Lo digo con los lentes de la realidad, de esa realidad que azota día a día a los que menos tienen en sus mesas, de los que transitan errantes en un mundo que les da la espalda, de los que no le encuentran significado a sus vidas. Ese bajo mundo alejado de las sedes partidarias existe y a veces no lo vemos. Soy testigo de los cientos
    de demócratas cristianos que se sumergen en el dolor del otro para ayudar a ese otro desde la fe, desde la iglesia, desde una ONG, desde la organización de barrio o desde sus puestos de trabajo. No obstante, es un deber moral de un partido cuya piedra angular es la filosofía social de Cristo, adentrase institucionalmente en los intersticios de injusticia que el capitalismo, en sus versiones más furiosas, produce. La sola existencia de sufrimiento debería estremecernos. Porque ¿qué sentido tienen las sedes, las comisiones, las juntas nacionales, los congresos y los discursos si estos no inciden en el bienestar de las personas? Ya dijimos que este instrumento llamado PDC no es una guitarra hueca, sin cuerdas o sin retorno. No somos un mero grupo de gente que tiene ideas en común, ni menos un ramillete de activistas de propaganda política que se dedica a entregar volantes para las campañas. Somos cristianos en política.
    Tendremos que actuar con consecuencia si queremos volver a ver a las personas jurando por la DC. Y la consecuencia es un acto de respeto, de empatía, de
    demostración de preocupación por el prójimo. Es decirle “esto creemos y esto hacemos”.

    Los accesorios de la política (o los pasillos del poder) no deben hacernos perder el norte, que es servir y vivir por el otro, aquel “sacerdocio público” que nos enseñaba Alberto Hurtado y que compartía con Frei Montalva. Las personas deben volver a creer que la política es tal vez la más bella y noble de las maneras de amor al prójimo.

    En días aciagos, de desorden y perplejidades, tal vez sea esta la última oportunidad que tenemos de honrar nuestra historia y de enmendar el rumbo. Chile
    necesita una Democracia Cristiana a la altura de los tiempos que corren. Y la Democracia Cristiana requiere de sus hombres y mujeres dispuestos a dar lo mejor de sí para renacer. De nosotras y nosotros depende.

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